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¿Puede un criminal ser buena persona?

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Escena de la adaptación cinematográfica de La entrega. Image Chernin Entertainment / Fox Searchlight Pictures.

Escena de la adaptación cinematográfica de La entrega. Image Chernin Entertainment / Fox Searchlight Pictures.

A propósito de Galveston, de Nic Pizzolatto, y La entrega, de Dennis Lehane

Anik Lapointe es, probablemente, la mejor editora de novela negra que ha pasado por España en los últimos años. Gracias a esta canadiense afincada en Barcelona, la editorial RBA construyó uno de los mejores catálogos del género descubriéndonos a autores como Denis Lehane, Deon Meyer, Jo Nesbo, Robert Wilson, Tana French, Lee Child, Philip Kerr y redescubriéndonos a míticos como la pareja sueca Maj Sjöwall y Per Wahlöö, inspiradores de la novela negra contemporánea —en la que se mezcla el crimen con nuestras pasiones más oscuras cocinadas en una sociedad enferma— allá por los sesenta. También de su mano pudimos recuperar los textos de un grande que ha estado casi olvidado en las dos últimas décadas: Jorge Ibargüengoitia, del que no dejen de leer novelas como Las muertas.

Lapointe tiene, como he dicho, mucho ojo y bastante talento. Sabe lo que un lector quiere, cómo pasárselo bien y no ofrece paja. Los libros que ha editado tienen la consistencia de una muy buena novela, a pesar de que el género negro se haya vilipendiado tanto por su estructura monolítica. Ella es, desde luego, una de las claves para que en los últimos tiempos haya habido un florecimiento de la literatura del crimen en nuestro país.

Ahora acaba de comenzar una nueva etapa en Salamandra creando la colección Salamandra Black, en la que ya ha publicado dos novelas. La primera, Galveston, nos descubre al guionista de la serie True detective, Nic Pizzolatto (Nueva Orleans, 1975). La segunda, La entrega, a partir de su propio guion cinematográfico, es de un viejo conocido, Denis Lehane (Boston, 1965). Y, leídas ambas, no puedo encontrar más divergencias. La primera parece un intento por ofrecer al lector todo eso que he citado anteriormente: una buena historia, escrita con buena pluma y un personaje malo, un matón de los que no duda en descerrajar cuatro tiros al que se pone por delante, pero que en el fondo tiene hasta casi buen corazón y hasta llora y sufre por vivir en una sociedad que le atormenta, que no debería ser como es. Y, sin embargo, la historia, creo, no funciona.

Lehane es otra cosa. El norteamericano de Boston, creador de la famosa pareja Kenzie y Gennaro y de novelones como Cualquier otro día, donde se entremezcla una huelga de obreros en el Boston de 1920 con el béisbol y varios asesinatos —ejemplo máximo de novela negra y social— o Mystic River —que Clint Eastwood llevó al cine— ha vuelto a dar en la diana con La entrega, tanto en el guion como en su adaptación novelística. En ella también hay una sociedad febril, que no bascula bien, llena de desigualdades, y unos personajes malísimos y violentos, que matan sin pudor, pero que sí esconden una humanidad reconocible, alejada de lo cursi. Porque sí, el matón creado por Pizzolatto llega a ser un poco cursi. El de Lehane, no. Si el creador de Galveston se pierde en la ñoñería y en un enamoramiento tontorrón, el de Boston sabe esquivar bien esta fina línea y nos muestra a un hombre también atormentado y solo, pero que sí cree de verdad en hacer el bien por el resto de las personas. Pizzolatto imposta. Lehane, no.

Un análisis de personajes

En estos últimos meses se ha comparado mucho Galveston con las obras de James Ellroy. Pero creo que se yerra. El protagonista es Roy Cody, un tipo con unas pintas como para salir corriendo: grande, con barba y el pelo largo, con un sombrero de ala ancha y botas de cowboy. Ejerce de sicario y no duda en apretar el gatillo. De hecho, en las primeras páginas del libro tenemos una matanza de las buenas en la que Cody se deshace de unos cuantos mediante algunos buenos puñetazos y un par de balas entre ceja y ceja. Y sin remordimientos. Pero ay, también nos hemos enterado de que puede tener cáncer de pulmón y a la vez se ha quedado medio prendado —casi es más una actitud paternalista— de una adolescente con serios problemas (una adolescente a la que por estos lares le pondríamos la etiqueta de «choni» buscavidas sin pestañear).

Gavelston_135X220A medida que transcurre la novela, en la que vemos acrecentarse esta relación, se mezclan episodios sobre una playa —Galveston— a la que Cody se ha retirado años más tarde y donde vive solo con un perro (atención al detalle del perro) y recuerda aquella etapa. Es aquí cuando Pizzolatto se nos pone lírico, poético y conmovedor. Nos imaginamos a Cody, el que antes tanto miedo daba, con su camisa de cuadros y vaqueros y vagando solitario entre el oleaje. Pero algo no cuadra. De repente es como si el thriller violento se hubiera convertido en un telefilme de tres al cuarto de los que ponen los fines de semana en la televisión. O en un videoclip de karaoke de cualquier canción romanticona. Y, la verdad, yo no me creo a ese personaje chusco, malo y matón de las primeras páginas.

Probablemente haya muchos fans de la serie True detective que no hagan este análisis. En la serie, emitida por HBO, también ocurre algo de esto, como pude observar en los primeros episodios (lo siento, no aguanté hasta el final). Y es precisamente por esto por lo que la han llamado el nuevo noir y han elevado a los altares al personaje de Matthew McConaughey. Pero es que este hombre desdichado me producía la misma sensación. El escritor ha querido explicarlo en alguna ocasión como «algo muy personal para mí, a varios niveles, tanto por sus personajes como por los demonios que deben afrontar». ¿Demonios? Sí, vale, todo el mundo los tiene, pero lo que hay ahí también es un ego tamaño supersize. Un yo, yo, yo continuo, y dejadme pudrirme en la mierda de mi soledad. Es lo único que me importa. El resto podéis iros al carajo. Autocompasión pura y dura. Y ñoñería. Y a eso le llaman el nuevo noir y hasta la feminización del género, como si todo lo sentimental ya tuviera que ser femenino. Ay, las etiquetas de género…

Los personajes de Lehane son, sin embargo, otra cosa. En sus novelas hay una pulsión mucho mayor por intentar crear una sociedad mejor. Estamos mal, sí, pero podemos salir adelante ayudándonos los unos a los otros, aunque sea quitándonos de encima a los que intentan destrozarnos cada día.

En La entrega el protagonista es Bob Saginowski, un camarero con dificultades para las relaciones sociales. No es un misántropo, no es un desengañado. Simplemente, no puede. «Bob no se fiaba de sí mismo cuando había que manejar algo frágil. Llevaba años sin fiarse (…) Cabía la posibilidad de llevarse bien con aquella sensación, siempre que uno no intentara ofrecerle resistencia», escribe Lehane sobre este barman después de que un sacerdote lo haya descrito como un hombre «de gran corazón». Pero Bob no tiene la labia de su primo Marv, con quien trabaja en el bar. Y es precisamente esta imposibilidad en el trato con los otros la que se muestra con toda su contundencia cuando encuentra a un perro malherido en un cubo de basura y una vecina le conmina a quedárselo. «Compraron un bebedero para la jaula y un libro de adiestramiento canino (…) Mientras el cajero pasaba los artículos, Bob sintió un temblor por todo el cuerpo, una alteración momentánea al ir a coger la cartera (…) Por un instante, había sido feliz». Se ve incapaz de poder cuidar al perro, pero al mismo tiempo tiene unas inmensas necesidades de compañía y de expresar su amor al animal. Ahí sí hay corazón. Y solidaridad. Nada que ver con la relación que tiene el protagonista de Galveston con su mascota, que no es más que un apósito, atrezo, parte del paisaje del hombre atormentado y solitario.

Por supuesto, en La entrega también hay una trama criminal en la que el camarero Bob se ve envuelto. Nada más y nada menos que con la mafia chechena y con un tipo, el dueño del perro que ha encontrado, que es un verdadero psicópata con cero empatía. A Bob el lector le observará rudo en ocasiones, desligado de la sociedad, pero será verdaderamente el que imparta justicia sin dejarse llevar por pecados capitales como la avaricia y la codicia. Ahí sí hay un corazón, maltrecho sí, pero que aún late lleno de compasión, no de la cacareada autocompasión de los nuevos matones cursilones.

entregaEsto es lo que diferencia a Lehane de otros muchos escritores de novela negra. Lo que le hace estar en el podio de los mejores del género en su versión más contemporánea. Lo que, además, se trasluce en los guiones de las series en las que ha participado como The Wire, junto a su amigo David Simon. Él mismo se ha quejado en varias ocasiones sobre la falta de ética que impera en nuestra sociedad, sobre todo a raíz de la crisis económica y que incluso ahora podríamos extrapolar para explicar desmanes tan espantosos como el caso de las tarjetas black en la entidad Bankia: «La hipocresía está en el corazón de todos los asuntos globales. No hay más que ver lo ocurre en EE. UU. Aquí conocemos quiénes causaron la crisis: los bancos de inversión, las empresas de seguros y las compañías hipotecarias. Y también conocemos los nombres de las personas que estaban detrás. Y sin embargo, en vez de arrestarlos, les estamos permitiendo que obtengan bonos con un valor de cuarenta millones de dólares. Y también les permitimos que culpen de todo ello a los impuestos, los sindicatos y el sector público. Es una verdadera vergüenza», dijo hace ya tres años en una entrevista. Una frase que ahora se nos revuelve como un puñetazo en medio del estómago a todos los contribuyentes que no solemos pisar esos restaurantes de lujo cargados a cuenta de la black (esto sí que es género criminal del bueno y, desde luego, de buenas personas tienen poco).

No dejen, por tanto, de leer a Lehane. Pueden comenzar por Un trago antes de la guerra, para conocer a la pareja Kenzie y Gennaro. Además, al haber sido escritas en los noventa, estas novelas dan una idea de lo que se iba tejiendo en aquella época y que explotó veinte años después. También muestran que no todo el mundo vivía por encima de sus posibilidades. Ni en Estados Unidos, ni en España ni en ningún lado. La clase media siempre sufrió lo suyo (y ya no digamos las que están por debajo en el escalafón social, que clases siempre las hubo). Después pueden continuar por Cualquier otro día o su última novela, Vivir de noche, en la que precisamente se plantea con fuerza la pregunta que está en toda su obra: ¿Puede un hombre ser al mismo tiempo un buen criminal y una buena persona? 

Para responderla hay que sumergirse en ese lodo. Con Lehane uno sabe que no camina solo y que va a encontrar esperanza. La que no vemos en Pizzolatto porque la ha cubierto de una pátina deshonesta, muy poco honrada con el lector. En cualquier caso, es su primera novela y estoy segura de que nos sorprenderá con muy buenas historias. Madera hay.

Aunque a quien hay que estar agradecido, de verdad, es a la editora Anik Lapointe por alumbrarnos con estos autores, que pueden gustar más o menos, pero que siempre tienen algo que decir. Sin ella no conoceríamos a ninguno y nos estaríamos perdiendo buena parte de lo que se cuece en el género criminal. Le auguro un gran trabajo en Salamandra Black y espero que nosotros, como lectores, lo disfrutemos. Por las buenas personas.

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